ESTEIRO (Muros)
Reunidos en el Almas Perdidas un poco más temprano que de costumbre. Allí encontramos a congostreñ@s reconocibles y otr@s enfundad@s en ocurrentes disfraces confeccionados con mucha imaginación.
Llegamos a Esteiro, un pintoresco y tranquilo pueblo a pie de mar, de aproximadamente 1500 habitantes, donde nos encontramos con más disfraces con gente dentro. Todos aguantaron con dignidad todo el recorrido disfrazados, a pesar del calor. Sólo un fraile de dudosa reputación colgó los hábitos antes de salir y una congostreña, a mitad de recorrido, improvisó una abertura sexi a su entubada falta para proporcionarle mayor libertad de movimiento.
Comenzamos la tarea subiendo por unos pedregosos caminitos adornados con un paisaje de figuras en piedra talladas caprichosamente por los elementos. Los escasos árboles dejaban a la vista tantas piedras, que de ser comestibles, satisfarían los deseos de cualquier modelo que se precie: “acabar con el hambre del mundo”.
La gente se va agrupando según el ritmo marcado, e intercambiando conversaciones trascendentales como: “pues parece que no va a llover” o “yo combino estas pateadas con una hora de gimnasio a la semana sino no aguantaría”
El clima parece favorable, el astro rey nos acompaña tímido. El viento sopla frio, lo que hace una combinación difícil de llevar. La subida acalora el cuerpo, el sol calienta el cogote y el viento actúa como regulador. Esta rara combinación hace sufrir un poco al grupo, que van interrogando al guía cada pocos metros con la “graciosa” pregunta ¿Falta mucho? o ¿Cuándo se come? El guía curtido en lidiar con preguntas de este tipo, va haciendo paradas técnicas para reagrupar la desparramada hilera de treinta y un pateantes. Una de estas paradas técnicas ocurrida sobre el medio día, fue aprovechada para reponer fuerzas y suministrar al cuerpo un tentempié, mal interpretado por algunos famélicos que jalaron casi todas sus provisiones.
Cuando el guía consigue arrancar a los pateantes de su letargo desenfrenado de consumición, con repetidos avisos de reanudar la marcha, nos dirigimos a unos pueblecitos encantados, que no encantadores.
El primero se encontraba casi sepultado por la maleza, dando muestras de un abandono casi total, salvo por unos ventanales de aluminio encajados sobre la centenaria piedra que evidenciaban el intento de mantener la casita habitable. Entre el grupo se comentaban unos a otros su propia versión de lo ocurrido para llegar a este estado. Un congostreño descontrolado incluso se atrevió a entrar en la casa aprovechando un cristal roto de una ventana y hurgar en las olvidadas pertenencias de los antiguos moradores. Esta acción fue reprochada por la mayoría, aunque en voz baja.
El segundo estaba habitado por una única señora octogenaria que moraba en una casita de piedra en unas condiciones de escasa comodidad. El guía saluda a la buena señora que parecía encantada y sorprendida de ver tanta gente. Mientras discurría la charla, otra señora vestida totalmente de negro, golpeaba una tina de pastico con la intención de llamar la atención. El grupo se despide de la primera señora y presta su atención con la señora que lo reclamaba. Encantada ésta, se ve rodeada de público, y como cualquier experimentado orador comenta y responde a preguntas sobre el pueblo y sus buenos tiempos.
Vuelve a brotar la misma y repetida pregunta al viento: ¿Cuándo comemos?
Una vez despedidos, nos dirigimos a las afueras del pueblo, cerca de una fuente de agua potable. Unos reponen fluidos, otros buscan un buen lugar para reponer el cuerpo y el espíritu. En un lugar privilegiado, a la vera del camino, soleado y alfombrado con hierbecita mullida y salpicado de arboles jóvenes que proporcionaban una sombra tamizada, nos amontonamos y desembolsamos lo que quedaba para almorzar.
Es después de la comida cuando surge lo inesperado: Se superponen varias conversaciones entre las que destacan una en la que se debatía la idoneidad de hablar gallego en Galicia y la consabida comparación con Cataluña. Algunas congostreñas con más sentido de la prudencia que ideas nacionalistas, se muerden la lengua para no llegar a una discusión que nunca llega a nada claro y ni siquiera arregla el mundo.
Con el peso mejor repartido, nos dirigimos a otro enternecedor pueblecito con grandes fincas llenas de naranjos cuya gran atracción turística es capaz de competir con el Taj Mahal de la India: la única vaca de los alrededores (que ni siquiera vimos). Lo que sí vimos fue a la entrada del pueblo, a una señora resguardada en un pequeño local oscuro haciendo las labores de pre cosecha de la patata. Tras una desenfadada charla con la señora, nos dirigimos a ver otra de las atracciones del pueblo: un señor con botas de goma. Es en este punto cuando comienza a enredarse la cosa: el guía nos comunica que podemos coger las naranjas que queramos de la finca del señor. Damos vuelta para volver sobre nuestros pasos y abalanzarnos sobre los naranjos. Cuando estábamos aprovisionándonos, aparece la señora anterior con apariencia de enfadada. Decía la buena señora que no le importaba darnos 31 naranjas para tomar, pero no estaba dispuesta a ceder más, sobre todo porque ella no había autorizado a cogerlas.
El señor con botas de goma había cedido sus naranjas, pero hábilmente no había dicho donde estaban, dando a entender que eran las de la vecina. Las típicas rencillas vecinales brotan con cualquier chispita. Al ser zonas apartadas que no disponen del elemental pasatiempos como “Salsa Rosa” o “La Noria” con la que entretienen el genio los demás.
Mientras intentábamos entrar en razón con la agraviada señora, el teniente Colombo sacudía el naranjo ajeno a la discusión a pesar de las tres veces que le repitieron que no lo hiciese. Cuando casi rematara la discusión, y todos estábamos repartidos por el camino, hace acto de presencia una señora de mediana edad con los ojos inyectados en sangre. Escaneaba con la mirada toda la zona con intención de buscar una excusa para descargar su ira en forma de garrotazo. Se trató de un momento de mal entendido no pretendido que resultó desagradable.
Esta perturbadora situación provocó una alteración en el recorrido, por lo que nos dirigimos por camino equivocado por dos ocasiones. Tuvimos que echar mano de la tecnología del GPS para volver al camino.
Una vez sentados frente a unas cervezas frías y orgullosos de la hazaña realizada, el conductor del GPS se da cuenta de que un adelantado congostreño, alérgico a los GPS´s y amante de la aventura, fue a parar a otro pueblo vecino y pide ayuda por móvil. ¡Habrá que recogerlo!.
Foto de grupo a cargo de un lugareño, que poco mas rompe la cámara de fotos, la agarró en el aire cuando iba camino del suelo.
Salu2
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