CRÓNICA PATEADA 120



Rio Barbantiño.

Salimos diecisiete almas perdidas pasadas las nueve y media. Contamos con tres nuev@s congostreñ@s que se incorporan a la pateada. Dos de los antiguos los encontramos debajo de un puente, justo en la salida. Otra pide socorro a través del celular para reubicarse. Después de las explicaciones pertinentes y la salida al encuentro de la extraviada hasta conducirla al redil, conseguimos salir sobre las once horas españolas.
Comenzamos el recorrido por el margen derecho en sentido ascendente. Camino facilito con las típicas vallas de madera que vieron tiempos mejores. En algunos tramos, la falta de caminantes, había permitido el crecimiento descontrolado de la vegetación. El paso estrecho, sólo permitía el desplazamiento en formato de fila india.
A pesar del desinteresado aviso y recomendaciones de llevar pantalones largos, gafas de sol y crema solar, siempre hay quien no se da por aludido (va, eso no es por mí, yo soy del norte, muy al norte), con lo cual alguno no llevaba y otros tampoco.
La duda de quién debería presidir la fila india estaba entre quién dirigía la pateada, el que no llevase pantalones largos o quienes tuviesen las herramientas y la fortaleza física suficiente para conducir al grupo a través de los tramos con descontrolada maleza: La mayoría optaba por el de pantalón corto, alegando que estaba en optimas condiciones para alertar cuando picasen las ortigas; otros sustentaban la idea de que estaría bien llevar delante un guía al estilo de los antiguos africanos que iban cortando la maleza y abriendo el camino a los “wuanas” americanos. Dos congostreños se disputaban este honor. Uno dotado con una caña india de gran resistencia, cortada y preparada cuando aún estaba verde y el otro, más práctico, contaba con un bastón típico de madera y el conocimiento de cómo y dónde abría que aplicar la fuerza para que ésta fuese más efectiva y el vegetal cediese con el mínimo esfuerzo. Conocimientos que fueron compartiendo entre los dos a lo largo del camino.
La duda la resolvió una congostreña decidida, que con cara de “deixarvos de trapalladas senon non acabamos hoxe”, arranca delante sin ni siquiera ver si alguien la sigue.
La marcha se veía aminorada en los tramos de tierra demasiado reblandecida por la presencia del agua o por las ortigas y arbustos con pinchos que custodiaban el camino. También colaboraba al retraso, la presencia de cariñosos mosquitos que insistían en saludar.
La fila india era irregular. Discurría en tres grupos: el primero que constituía la cabecera, el central que contaba con los “wuanaminos” y tenía que seguir a su ritmo vigilando la efectividad de la varita y el trayecto de ésta, para no estar a su alcance; y por último el de los fotógrafos, contemplativos, meones o simplemente tardones. También se encontraban los buscadores de mosquitos tigre, prometidos para este evento.
A lo largo del camino, tuvimos varias paradas, unas de avituallamiento y otras de reagrupamiento. Lo más reseñable ocurrió en una de reagrupamiento, donde surgió una discusión de quién tenía la llave que abría el agujero. (Yo, juro que no). Parece que la perdieron los Stukas que se quejaban:
Yo no puedo explicar que es lo que tienen las chicas
pero cada día me gustan más
ellas tienen la llave que abre el agujero
tápalo muchacho no la dejes cerrar.

El almuerzo se desarrolló en un bar a mitad de camino, justo cuando el hambre apretaba y el calor empezaba a picar. A pesar de ser los únicos clientes, no se mostraron alarmados cuando vieron entrar a veintiún congostreñ@s demandando cerveza fría. Únicamente un niño de corta edad salió del mostrador para contar uno a uno cada cliente que entraba y asombrarse a cada incremento de su cálculo.
El descenso después de comer se hace por el margen del río contrario al de subida. El paisaje es el mismo pero visto desde otro prisma. Bajamos sin dificultades hasta el aparcamiento, pero no era aquí el final. Subimos de nuevo hasta Bañiños, zona donde se refrescaban los lugareños. Guarros estarían, a juzgar por cómo dejaron el agua. Los más osados se bañaron, tanto ellos como ellas, que no fueron muchos.
Durante el periodo del baño, notamos que subía el caudal del río, dejando a un bañista perplejo mientras veía impotente cómo se alejaban flotando sus Calvin Klein, que consideraba a buen recaudo sobre una roca, dejándolo más suelto que de costumbre, según sus propias declaraciones.
Las cañas acostumbradas se degustaron en la terraza del Bar la Terraza valga la “rebuznancia”. Una vez refrescados los gaznates, se decide visitar el Castro de San Cibrao de Lás, también llamado Lambrica, a dónde nos dirigimos en coche.
El Castro de San Cibrao es uno de los poblados fortificados en proceso de excavación de mayor tamaño entre los localizados en el territorio de Galicia, situado entre los términos municipales de Punxín y San Amaro, en la provincia de Orense. Abarca desde el siglo II a. C. hasta el siglo II d. C. Por su tamaño puede ser comparado con el Castro de Santa Tecla, de La Guardia.
Surgen aquí las aptitudes de un guía turístico en uno de los nuevos congostreños que nos deleita con las explicaciones sobre el terreno. Esta habilidad no se escapa a integrantes de Congostra y otros grupos, que deciden hacerle la pelota lo suficiente para captarlo para su grupo. El guía improvisado se siente alagado, pero no lo bastante para decidirse in situ.
Es desde el aparcamiento de las excavaciones donde nos despedimos y como siempre cada mochuelo a su olivo. Los búhos van de farra.

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