CRÓNICA PATEADA 122

Picos de Europa días 22,23,24 y 25 de julio de 2011

El reencuentro: viernes día 22.

La organizaçao había dado referencias para el viaje. Cada uno siguió la que le pareció. Si por algo se distingue a Congostra es por su capacidad de búsqueda de rutas alternativas.
Fuimos llegando escalonadamente, para no entorpecer la recepción en la pensión El TOMBO. La niebla pedida para esta ocasión estaba de oferta, por lo que ya contamos con ella al atardecer del viernes cuando entrábamos en Cordiñanes, reduciendo la visibilidad a menos de dos metros, para así obligar a los conductores a aminorar la marcha.
Nada más llegar, nos encontramos al grueso del grupo sentados a la mesa, dando cuenta de unos sabrosos huevos fritos con carne en zorza y otros manjares, regados con un estupendo vino que dejaba poso en el cuerpo y en la mente.
Los saludos fueron escuetos, pues los pillamos con la boca llena y aceitosa, y en vez de besos parecía que querían pegarte un bocado.
Los integrantes del último vehículo, se quedaron castigados sin cenar, por llegar tarde.
Después de la cena, la mayoría se recogió, pero un grupito de seis decidió salir a caminar en dirección al pueblo cercano, para estirar las piernas y rebajar los efectos del vino.
Dadas las horas, y la falta de alumbrado público de la carretera, la visibilidad era nula. Las congostreñas, previsoras, portaban una linterna situada en la frente, tipo minero. Previsoras sí, hábiles no. Cada vez que se dirigían a alguien, le proyectaban un fogonazo de luz cual policía interrogando a un delincuente.
El efecto del vino peleón, el cansancio del viaje y la copiosa cena, provocaba una risa tonta surgida de cualquier comentario. La frases tomaban un doble sentido que hacía casi imposible sonreír, saltando en varias ocasiones carcajadas ruidosas que atronaban y rompían el silencio de la tranquila zona. En el pueblo, nos encontramos mucha marcha, a cargo de los jóvenes del lugar, que a modo de botellón disfrutaban a las puertas de un bar. El paseo fue corto, pues al día siguiente nos esperaba una buena caminata.

Soto Valdeón-Vegabaño-Cordiñanes: sábado día 23

Nos desplazamos en coche desde Cordiñanes hasta Soto de Valdeón, donde dejamos los coches para ser recogidos por los conductores. La caminata terminaba en Cordiñanes.
Comenzamos la pateada con una preciosa subida decorada con cerezos silvestres plagados de frutos ya maduros. La guía, con buen criterio y paso corto, nos indica que los que quieran adelantarla, tienen su permiso. El camino está sobradamente marcado y no tiene pérdida. También hubo alguna bajada franqueada por arbustos llenitos de arándanos que estaban muy ricos. Nos adentramos en un bosque sombrío, por un camino con una inclinación que haría patinar a cualquier moto de rally. El grupo se va disgregando según las fuerzas y las ganas. Subimos durante un buen rato.
La experimentada guía, al vernos pletóricos de fuerzas, y sobrados de tiempo, nos mostró lo que podría haber sido otra alternativa a la ruta, llegando a un hermoso prado vigilado por una enorme montaña. Estaba totalmente en silencio. El color predominante era el verde, moteado por círculos marrones, prueba de la estancia de algunas vacas.
Después de una consulta sobre el mapa para hacernos ver por donde deberíamos haber ido desviándonos de esta maravilla, la guía, abre sus brazos con los bastones en las manos y con gestos oscilantes nos va conduciendo otra vez al camino inicial como si fuésemos las propietarias de las boñigas. Supongo que con el ambiente se le habría despertado la pastora que lleva dentro.
Ya reconducidos, la guía y un congostreño implicado, propone conectarse con la naturaleza en silencio, como otra opción de caminante. Fue seguida durante un buen trecho. Parecíamos una procesión de la Santa Compaña. La aparición del árbol más grueso y antiguo de su especie y lugar rompió el silencio. Cinco personas con los brazos abiertos hacían falta para rodearlo. Testimonios gráficos dejaron constancia de este hecho.
Volvemos a subir. ¡Qué maravilla! Sabemos que cuanto más se sube mejor será la sorpresa que nos espera. Subimos con ilusión. Llegamos a otro nuevo prado, esta vez con casita refugio incluida. Nos tomamos un descanso y un sorbo de agua para reponer líquidos.
Cruzamos el prado en dirección a Vegabaño. Cuando llevamos una buena distancia recorrida, una congostreña se percata de que no tiene no sé qué cosa que tienen las congostreñas (termo, gafas…). Un voluntario (siempre el mismo) desanda el camino con la esperanza de encontrarlo, pero sin éxito esta vez.
El esfuerzo se ve recompensado, llegamos a la casita Refugio de Vegabaño, dotada de dos mesas de madera en el jardín. Estéticamente no nos dice mucho, pero en nuestro estado es lo que menos vemos. Como ocurre en la mayoría de los refugios de montaña, no nos dejan entrar. Los pedidos se hacen desde la puerta y nos lo sirven en el mismo lugar de pedido y cada uno se sitúa donde puede para comer.
Las mesas tenían menos plazas que miembros del grupo, por lo que algunos se sentaron en el prado, al sol, para calentarse un poco.
Como nota curiosa, diré que la pareja que regentaba el local, tenía dos tiernas criaturas que no contaban más que dos y cinco años. Se movían éstas con una soltura y un desparpajo que maravillaba a todos que los contemplaban. Jugaban dentro y fuera de una choza que le había construido su padre con vegetación de la zona y coronada con un cráneo de vaca sobre la puerta. Jugaban dentro cuando hacía mucho viento o lloviznaba. Para poder acceder a este fortín, había que seguir un protocolo: solo podían pasar las personas que supiesen la contraseña. La centinela era la menor. Gozaba de un vocabulario asombroso para su edad.
Cuando se presentaba alguna curiosa a las puertas, la guardiana solicitaba contraseña. Si no te la sabías no podías pasar (eran las órdenes). Como niña que era, al ver la cara de decepción, ella misma te facilitaba la contraseña, que luego te volvía a preguntar para ver si te la habías aprendido. Si no la han cambiado todavía, era “yegua”.
Después de comer el grupo se va amodorrando y se apagan los ánimos. Ahora tocaba bajar. El paisaje sigue siendo precioso, pero ya no se contempla con la misma intensidad. Bajamos y bajamos llegando directamente a la parte trasera de la pensión El Tombo.
Estiramiento para los afortunados. Al reunirse todos los conductores, una conductora que había dejado su coche en la pensión, acerca a los demás conductores de regreso al punto de inicio para recoger los coches.
La cena es de las características de la primera. Se cena pronto y se va tempranito a la cama para poder madrugar. La hora del desayuno es a las 8:30 ya preparados.

Pandetrave - Collado Jermoso-Cordiñanes : domingo día 24

Pateada estrella. Volvemos a acercarnos a la salida en coche. Nos enfundamos en los atuendos de montaña y nos abrigamos por el frío que hace, aunque a los pocos metros de subida comiencen a sobrar prendas. Toda la niebla pedida para esta ocasión, ha sido vertida en el recorrido. Comenzamos la ascensión entre piedras y niebla. A medida que se asciende el camino se torna más estrecho y pedregoso.
Los acantilados se dejan sentir, pero no ver, dada la habilidad de la organizaçao que pidió grandes cantidades de niebla para cubrir los valles y obligar a l@s caminant@s a fijarse únicamente en el camino. De vez en cuando se abría la niebla para que los fotógrafos realizasen su trabajo.
Esta ruta está más frecuentada que las galerías Gran Vía en rebajas. Cada pocos metros nos encontramos con montañeros que vienen en sentido contrario. La familiaridad con la montaña es tanta que incluso hacemos uso de las manos para remontar los obstáculos. Hacemos alguna pausa para contemplar el horizonte, tomar aliento y/o contemplar entre la niebla, manadas de gráciles rebecos que nos miraban atónitos. Pasamos por un hermoso valle entre montañas donde había muchos montañeros acampados haciendo cábalas para el siguiente destino. El nuevo congostreño, nos enseñó una cueva donde se filtraba el agua del valle y no se sabía a donde iba a volver a brotar. Después de un respiro nos ponemos de nuevo en marcha. Alguna congostreña se había perdido el capítulo de “Barrio Sésamo” donde explicaban: delante-detrás, y se notaba, siempre los confundía.
Cuando ya estábamos más adaptados a las subidas que los propios rebecos, llegamos al refugio de Collado Jermoso. Una casita que cualquier aventurero de las montañas ve como su salvación entre la niebla. Es aquí donde nos disponemos a comer. Unos lo hacemos en el exterior y los más cómodos lo hacen en el interior. Algo calentito a estas alturas y con este frío siempre se agradece a cualquier precio. Carpanta por fin termina comiéndose el bocadillo de tortilla francesa de dos huevos.
Lo bueno está por llegar. A partir de aquí sólo queda bajar. Las vistas que hasta ahora dejábamos a la espalda cuando la niebla nos dejaba verlas, ahora las tenemos delante. Los caminos se marcan entre pedreras, neveros o pequeños surcos en la tierra. También, en ocasiones entre la roca desnuda, en las que se han marcado algunas hendiduras para poder apoyarse. Es en este tramo, en un espacio vertical de roca desnuda y kilómetros de pendiente, con pequeñas marcas para el apoyo, con el mundo delante y la montaña detrás cuando nos sentimos pequeños e indefensos.
Para bajar, necesitamos manos y pies, incluso alguna necesitó otras partes de su anatomía. Otra congostreña situada frente a la roca y a corta distancia para un mayor agarre, fue cuando sintió la llamada de la “Madre Tierra”. En posición casi fetal, brotó en ella tal emoción, que casi le arranca unas lágrimas. Sus compañer@s la sacaron de su letargo emocional y la trajeron a la realidad para seguir la marcha del grupo.
Como la niebla no dejaba ver el paisaje, se dispusieron dos ritmos diferentes de marcha. Tres congostreñ@s fueron ganando distancia al resto del pelotón. Se mantenía contacto electrónico cada cierto tiempo. De repente, el grupo destacado vio una estela desplazarse a gran velocidad a sus espaldas. ¿Un rebeco?, ¿un águila?, ¿una cabra montesa? No, era el alma de la organizaçao. Se había olvidado de dejarle una naranja a su mujer y quería enmendar su error.
La avanzadilla se detuvo en una nueva explanada entre rocas. Reinaba el silencio tan solo roto por los graznidos de los grajos. Bueno, silencio hasta que llegamos nosotros. Somos un poco ruidosos. Parecía que ya estábamos cerca del destino. Craso error.
A partir de aquí, se renueva el grupo de escapada. Varios kilómetros más de senderos entre montañas nos esperan hasta la pensión El Tombo, y sin llevar ningún “tombo o caída”. A medida que iban llegando los caminantes, estiraban los músculos y los minúsculos también. Duchita y prepararse para la cena.
La cena era lo mismo de siempre, pero estaba muy rico. A la hora de los postres, se produce un apagón. El comedor se queda a oscuras. De repente, una silueta sombría aparece al fondo iluminada por una minúscula vela. Se trata de la misma figura que horas antes portaba una naranja corriendo montaña abajo. Traía una tarta para celebrar las 100 pateadas del congostreño más antiguo del grupo. Por su parte, el homenajeado nos obsequió con un vino que bajaba con más facilidad que el anterior. La organizaçao había preparado una sorpresa que consistía en la entrega de un álbum lleno de fotos que evidenciaban su paso por el grupo en distintas épocas del año y con diferentes compañeros.
La entrega fue acompañada con el canto de cumpleaños feliz sustituyendo “cumpleaños” por “centenario”. El homenajeado estaba visiblemente emocionado. Fue una inesperada y grata sorpresa. Un gran final para un día de pateada dura.

Panderruedas: lunes día 25

Como la pateada anterior era dura, había pedida para rematar, una ruta blanda. Y se cumplió.
Cómo había sobrado niebla y lluvia del pedido general, incorporamos un poco también a esta marcha. La caminata se presentaba bien, la gente estaba animada. Después de haber pasado las pruebas de los días anteriores, esta sería de relax, para tonificar los músculos.
La organizaçao nos tenía preparada, no una caminata, sino una prueba al estilo del “Chino Cudeiro”, donde los participantes van pasando diferentes pruebas durante un recorrido lleno de fango, hasta llegar al final. Pocos lo consiguen (me refiero a los chinos).
Como no contábamos con mucho tiempo, decidimos caminar hasta la mitad y luego volver sobre nuestros pasos. Comenzamos bajando por un caminito entre árboles de hoja caduca, sembrado con hojas del otoño anterior. El camino tenía una pendiente que haría interesante el regreso. Cruzamos un descampado con vacas atónitas viendo unos bichos raros portando mochilas. Seguro que se estaban partiendo el rabo de risa sabiendo lo que nos esperaba. Las muy pillinas habían estado poniéndonos pruebas a lo largo del camino. Consistían en cortar el camino con un enorme charco sin dejar alternativa de rodeo. El charquito estaba reblandecido con agua de la lluvia y otros elementos que las vacas aportaron. Pisaron repetidas veces hasta conseguir una densidad suficiente para que nuestras botas se perdieran en el barro. Alguno intentó buscar una alternativa, subiendo por el muro y cortando la maleza, para parar un poco más adelante, y aparecer no sólo manchado, sino también mojado por el agua de los helechos. Todos pasaron la primera prueba, presentándose a lo largo del embarrado camino otras del mismo tipo.
Cuando llegamos al cruce de Oseja y Puerto del Portón, se sometió a referéndum la decisión de si deberíamos volver, sabiendo lo que nos esperaba, o seguir hasta el final y que volviesen los sufridos conductores a recoger los coches y reunirse con todo el grupo.
Pocas manos se levantaban a cualquier propuesta, así que como ocurre en una democracia, por elección de la guía, nos volvimos todos por dónde vinimos. Los letreros marcaban dos horas para llegar, pero Congostra lo hizo en poco más de una. Llegamos a la salida, como es costumbre, gradualmente. Una vez en los coches, cada uno se cambió como pudo para quitar la mojadura de encima y nos dispusimos para irnos a tomar la merecida comida en un lugar civilizado: un asador en Riaño.
La carne a la piedra estaba de muerte, así como los demás menús que pedimos para compartir. Dada la cantidad de comensales que le llegó de repente, el camarero nos dispuso en dos mesas separadas. La alegría y el buen humor seguían a pesar de la distancia.
Se formaron distintas parejas a la hora de compartir la carne a la piedra. El humo y el olor a cocinilla impregnaban nuestros sentidos y nuestra ropa. Se fotografiaron distintos momentos en la mesa y se hacían bromas al respecto.
Una vez terminado de comer... aquello del mochuelo y el olivo.

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