Cabo Vilán, 16 de junio 2012.
Casi conseguimos
salir a las ocho y media los veintiocho congostreñ@s reunidos en el Almas
Perdidas. Como siempre ocurre, se reparte a los conductores una guía del
recorrido, que sirve para que vayan por donde puedan. Ante la desconfianza de
seguir bien el camino, quedamos en un punto intermedio. Nadie logró
encontrarlo, pero sí logramos todos llegar al faro sin mayores percances. El
congostreño más veterano, renegando de los sistemas de posición global, más
conocidos por GPS, o quizás de su mala utilización, esperó unos minutos
estacionado en una rotonda, atendiendo a distintas consultas telefónicas. Una
vez convencido de que ya estaban todos encaminados, se puso en marcha, llegando
como buen pastor, el último al faro de Cabo Vilán, Vilano o Villano, según a
quién preguntes.
Este faro señala
uno de los tramos más peligrosos y hermosos de la Costa de la Muerte. Erguido a ciento
veinticinco metros de altitud y unido al antiguo edificio de los fareros, posee
un potente cañón de luz capaz de alcanzar los cincuenta y cinco km. Es el faro
eléctrico más antiguo de España, encendiéndose por vez primera el 15 de enero
de 1896.
Sobre las doce
menos cuarto, cargados con los enseres, bajamos muy animados, por la carretera
asfaltada que da acceso al faro. Llegados al primer cruce nos topamos con dos
señaladores de la ruta PR-G 158. Parecía ser la que íbamos a tomar. Nos
dirigimos, pues, hacia la Ermita
de la Virgen
del Monte.
Una vez localizada
la ermita situada precisamente en un monte, el grupo se dedica a contemplar las
vistas e intentar poner nombre a lo que ve. Otros toman la iniciativa y nos
muestran en un corto intervalo, lo que llevan para el tentempié. Alguno incluso
se atreve a iniciar una siesta calentado por el sol. También había cola para ir
a un baño unisex de enormes dimensiones y carente de intimidad.
Se retoma el PR-G
158 que nos lleva por caminos situados entre fincas delimitadas por muros de
piedra, monte de pinares y espacios abiertos. Llegamos a un cruce en la
localidad de Mourín, topándonos con el primer hórreo construido con grandes
piedras sin tomar y carentes de rendijas de ventilación. En el transcurso del
recorrido veríamos muchos más.
Desde aquí, nos tocaba
asfalto. Cruzamos Cabreira y localizamos
nuevamente el sendero de caminantes. Dos congostreños adelantados, iban
siguiendo las marcas del camino como auténticos exploradores. Los estómagos
comenzaban a protestar, la típica pregunta del medio día surgía en el aire:
¿Cuándo se come? Llegados a un punto, con casitas desérticas de grandes fincas,
la tentación decía que en una finquita, pero la cordura prevalece. El camino
seguía a la izquierda, otra vez por asfalto. La esperanza de encontrar un buen
sitio para comer parecía mermar.
La situación
requería de medidas contundentes antes del motín. Emulando al físico alemán
Werner K. Heisenberg, conocido por formular el principio de incertidumbre, el
guía con GPS hace una llamada de
atención, y nos alerta de que no seguimos la línea correcta. Seguimos ahora la
intuición, nos dice. Nadie vuelve a preguntar por la comida. Al pasar por el
pueblo, se decide consultar el GPM de última generación que lucía un vecino de
la zona (giate por min). Los conocimientos orográficos de los lugareños, nos
desvían por caminos de monte bajo, con escasas sombras que nos protejan de
Lorenzo.
Nuevamente son los
dos exploradores los que se adelantan unos cientos de metros con la esperanza
de localizar un buen sitio para comer. Lo hicimos en una amplia terraza con
barra libre, alfombrada de delicadas plantas de la zona: Ulex nanus o tojo pequeño.
Cada uno se fue acomodando por la barra, formada por piedras sueltas que
cercaban el recinto, otros en la parte menos severa de la alfombra.
No nos recreamos en
la sobremesa, el camino nos esperaba. Basados en una frase pesimista que resume
la Ley de Murphy:
“si algo puede salir mal, saldrá mal”, éramos conscientes de que pasados
escasos minutos, encontraríamos un lugar que afearía el sitio en el que
comimos. Pues efectivamente, apareció una arboleda de grandes dimensiones que
arrojaban buena sombra. Con ojos casi encharcados, y reproches en algunas
mentes, continuamos el camino de la incertidumbre, para encontrarnos nuevamente
con las marcas del añorado PR-G 158. Las seguimos.
En una cuesta de
gran inclinación, cuatro aburridos congostreños deciden volver a su infancia y
hacer la prueba de ver quién mea más lejos. Claro, como la edad no perdona y el
chorro no es el que era, no les quedó más remedio que subir la cuestecita con
paso militar, con la intención de depositar sus fluidos al final de la subida.
Como todo lo que
sube baja, y a veces más rápido de lo que queremos, el camino ahora desciende
hasta el lugar donde se encuentra el Cementerio de los Ingleses. Desconocía la
existencia de tal propiedad británica.
Parece ser que el
10 de noviembre de 1890, naufragó un barco británico llamado HMS Serpent Her o His Majesty's Ship (Barco de su
majestad, Serpiente) con destino Sierra Leona, para relevar a su gemelo HMS Archer
y prestar servicio en las estaciones del cabo de Buena Esperanza y en la costa
oeste africana en las islas de Madeira y Acra.
De los ciento
setenta y cinco tripulantes, sólo se salvaron tres. Ciento setenta y dos fueron
enterrados en este lugar que lleva ahora el nombre del Cementerio de los
Ingleses. Motivo por el cual la costa recibe el nombre de “Costa da Morte”. Lo
único bueno que se sacó de este naufragio es que al tener puesto el chaleco
salvavidas los tres que se salvaron, se hizo obligatorio en los barcos de Royal
Navy, un chaleco por tripulante. Hasta este momento sólo contaban con chaleco
los oficiales.
Como el sol estaba
aun muy alto, se decide ir a bañarse a la Playa de Trece, también conocida como Área de
Trece. Recibe ese nombre porque es un conjunto formado por trece pequeñas calas
situadas en un entorno virgen. Es el paraíso para la tranquilidad. Es una playa
formada por unos mil trescientos metros de arena fina blanca intercalada con
rocas que sufren el duro batir de las olas. Cuenta con la mayor "duna
rampante" de Galicia, y que viene siendo una duna que está
"escalando" un acantilado y un conjunto dunar absolutamente
espectacular.
El grupo se
dispersa en fila india. El camino no permite otra organización. Los dos
exploradores se distancian mucho del resto del grupo, tanto que no paran hasta
llegar a la cima del monte blanco. Cuando se dan cuenta de que no los siguen,
bajan la duna corriendo monte abajo a grandes zancadas.
Ocurre aquí un
elemento extraño. Mientras caminaban por terreno con vegetación, tenían el paso
acelerado, pero en cuanto pisan la arena de la playa, notan como un tirón hacia
atrás. El ritmo aminora. Algunos dicen que es efecto de no sé qué de la cohesión
de la arena, pero los sufridores saben que son las almas de los desaparecidos
en esas aguas que tiran de los vivos en busca de compañía. Incluso si prestas
atención al rugir de las olas, oirás: queee… nooo… se vayaaaan…
Una vez reunidos
con el grueso del grupo, encuentran que están dispersos en varios grupos, como
nómadas del desierto. Unos llegaron incluso a pelearse con las olas: “me di
varios revolcones con las olas” dice uno muy cariñoso.
Llega la hora de
volver. El camino se hace largo, muy largo. El maravilloso faro de Cabo Vilán
situado en un lugar paradisiaco pasó a ser aquél puñetero faro situado a tomar
por saco en el horizonte. Conseguimos ocupar casi todo el camino. Había varios
kilómetros entre el primero y el último caminante. Formamos una cadena donde
había cien metros mínimos entre un eslabón y otro. Tanto es así que dos
congostreñas personalizaron la frase: Si la montaña no viene a Mahoma, que le
den, yo no pienso ir, ya me recogerán al bajar. La frase tenía su
justificación, porque habían encontrado algún lugar donde cortar flores una y
recoger huevos la otra. Al menos es lo que dedujimos al pasar por ellas y
recriminarles: ¡Qué morro! A lo que una de ellas contesta ¡qué morro… los
huevos…!
Toca cañitas. Aparcamos
en Camariñas y buscamos una terraza. Encontramos un puesto de churrasco y
criollos al estilo de las pulpeiras de los bares. Nos sentamos la mayoría en
las sillas vacías. A medida que se incorporan más, nos vamos desplazando e
incorporando más sillas y más mesas. Pedimos las bebidas. Tardamos poco en
darnos cuenta de que las mesas elegidas no eran las correctas. Las raciones de
churrasco eran servidas por una señora de avanzada edad. En una mano llevaba un
plato y en la otra un bastón. Se desplazaba con pasito corto y rápido, como
muñeco de cuerda, hacia las mesas del
local de al lado.
Para compensar,
nuestra camarera, nos agasajaba con unas aceitunas. Con un cuenco de al menos
una docena. También teníamos dos platitos con empanada, cuatro raciones de un
centímetro cuadrado. ¡Ah! Y dos huevos duros cortados en mitades y servidos
sobre un papel de magdalena.
Al recordarle que
éramos veintiocho, también trajeron un platito con cinco espárragos verdes
fritos, que no consiguieron pasar de la primera mesa. Lo irónico del tema era
que una vez posado el comestible, siempre en la misma mesa, la joven camarera se
dirige a los comensales más lejanos, y con una seguridad impropia de su edad,
les dice: “chicos, no dejéis que se coman todo, que rule…”. Si fuese un
porrito, se podría compartir, pero ocho trocitos de empanada, cuatro huevos y
cinco espárragos, dejaron de rular en cuanto tocaron la primera mesa.
El devenir de la
camarera acarreando alimentos para los insaciables caminantes, facilitó la
confianza, que da el roce, llegando incluso a ofrecer un teléfono al caminante
más joven y acaparador de las tapas. Al ser recriminada por otros que se creían
con el mismo derecho, contesta, la camarera azorada, que el teléfono era del
local, no el suyo.
A la hora de pagar,
esta vez no hubo problema con el cálculo de la “prima de riesgo”, (en esta ocasión la “prima” si había tomado,
por cierto, un café bien caliente), en
vez de utilizar el método lineal, mas comúnmente conocido como “escote”, se
utilizó el método Unión Europea o Merkel, o lo que lo mismo, que cada uno pague
lo suyo.
“Comer, non comeriámos, pero rir riabamos…”
Nos queda un
retorno largo… Aburiño.
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