Santuario da Peneda (Portugal)
Pasadas las nueve, salimos del lugar habitual, una decena de integrantes embutidos en dos coches. El mejor de los coches, no lo llevaba su propietaria, cedió amablemente el privilegio a un conductor novel con un mes de antigüedad. Disfrutaba el conductor, lo que sufrían los pasajeros. Sobre todo el copiloto, que estaba blanco. Hábil el conductor, al ver el nerviosismo reinante, confesó que era broma, que no llevaba un mes conduciendo, sino dos.
Como el número par da problemas en las votaciones, recogimos otro en Monçao, a la entrada de Portugal.
Por el camino nos encontramos con una manada de vacas. Una de ellas, que circulaba por el centro de la calzada, parecía conocernos. Nos hacía señas con la cabeza baja, a escasos centímetros del suelo. Nos indicaba hacia su derecha con pequeños movimientos. No sabíamos si era ella la que se dirigía hacia la derecha, o nos instaba a que fuésemos nosotros. Con pasmoso asombro observamos que no había tales señales, tenía la cabeza atada a su pierna derecha con una cuerda muy corta. Parece ser una práctica habitual en el país vecino, para contener a las vacas rebeldes.
Llegamos al “Santuário de Nossa Senhora da Peneda” sobre las once menos cuarto.
El clima, al vernos, se emocionó tanto, que no paró de llorar mientras permanecimos en la montaña. El viento, para calmar los ánimos, le soplaba en la orejita a modo de caricia, pero como no se calmaba, terminó dando tales soplidos que casi nos sacaba del camino.
Comenzamos a caminar desandando un tramo asfaltado, justo por donde habíamos llegado. Pronto comenzamos la subida por un sendero empedrado, origen posiblemente, del conocido juego de encaje de piezas llamado tetris.
Una alambrada nos cortaba el paso, tuvimos que pasar por un lateral tan estrecho que puso en serios problemas a los que portaban una mochila natural generosa.
Subimos, subimos y subimos.
Como el viento no dejaba escuchar las conversaciones, nos entretuvimos jugueteando con los paraguas. Tanto los poníamos a favor como en contra del viento. Solo para ver sus efectos. Como no todos llevaban paraguas, hubo un concurso velado que consistía en conseguir posar el trasero en el suelo, lo más rápido posible, para que no consiguieran verte. No tuvo mucha aceptación, porque los participantes hacían trampa, tanto en el recuento como en las formas.
Sobre las doce y media, decidimos tomarnos el tentempié aprovechando el abrigo que nos ofrecían unas grandes rocas colocadas estratégicamente. Lugar que utilizaban también las vacas a juzgar por las boñigas biodesagradables que aparecieron bajo alguna mochila, mimetizadas con el fluido terreno.
Tardamos poquito, el tiempo que se tarda en pelar un plátano, comérselo y decir “yata” con la boca llena.
Cuando el clima cogía hipo de tanto llorar, nos daba un respiro. Pudimos contemplar desde las alturas de una roca, un pueblecito cuyo nombre era una inspiración de la zona: “São Bento do Cando”, lugar por donde estaba proyectado pasar. Para ello habría que bajar una empinada ladera, compitiendo con algunos regatos que compartían camino, cruzar un río y continuar camino.
Todos comenzamos la bajada, pero los más hábiles se quedaron rezagados en espera de acontecimientos. Los más adelantados, observaron con resignación, que la cantidad de agua que bajaba por el río dificultaría el paso a los más pesimistas. El retorno alegra a los rezagados. Se retrocede y toma una ruta alternativa.
Pasamos por una presa que estaba casi seca. En el centro había una enorme roca que parecía una ballena varada o un casco de un barco boca abajo. Tenía marcada la línea de flotación del nivel del agua cuando estaba lleno.
Rondaban las dos y media y la gente gritaba “teño fame”. Las dos posibilidades eran: comer allí expuestos a las inclemencias o aguantar media hora más y comer en lugar seco. Nadie tuvo dudas.
El descenso se hizo por un zigzagueante camino con un resbaladizo empedrado que hacían peligrar el equilibrio. Era tanta la carga de agua que soportaban las montañas, que de cualquier grieta del camino, brotaban espontáneas fuentes, obligando a agudizar la agilidad de los caminantes.
Casi eran las cuatro cuando cruzamos la puerta del café Peneda. Una atónita señora desde detrás del mostrador observaba como nos despojábamos de algunas prendas mojadas y rodeábamos el único calefactor de gas del local. La señora, con la timidez que caracteriza a la gente lusa, pregunta ¿Alguén vai tomar algo? Acompañamos a los bocatas con sendas cervezas y cafés.
La cena estaba programada para las ocho. Eran las cuatro y media y no había nada más que rascar. Seguía lloviendo y el local era muy húmedo. Oímos que en Melgaço había una cacería de tiempos y allí nos fuimos, a matar el tiempo hasta la hora de cenar.
Melgaço está acondicionada como una ciudad museo. Todas las casas están destinadas al turismo. A lo largo de sus calzadas hay altavoces con música navideña de fondo, a pesar de las restricciones de Rajoy, que como sabéis también rige aquí, fue votado por españoles y lusos. En sus decoraciones agudizaron el ingenio para economizar. En la plaza había un belén, con tres únicas figuras: mamá, papá y nene; como mandan las nuevas líneas papales: sin burro ni mula. Además, distribuidas por la ciudad había: unas velas gigantes, de la altura de una persona, construidas con botes de té helado; árboles navideños hechos con un esqueleto de madera en forma de prisma cuadrangular recubierto con una red plástica de color verde y chapas enroscadas en forma de ramas; un árbol emblema de una bodega, construido con ramas de vid formando un cono y adornado con corchos de botella. La entrada de la gran muralla estaba decorada una lámpara construida con más de cincuenta botellas de agua distribuidas en círculos a distintas alturas. El guardián del castillo era un Papá Noel a tamaño natural construido con botes de coca cola.
Como el tiempo no acompañaba, la lluvia nos dejó un ratito para ver la muralla y nada más, nos dirigimos a Salvaterra, al restaurante “O Noso Eido”.
Llegamos sobre las seis. Había música de bachata. Respondimos moviendo las caderas con más o menos acierto. Acto seguido colonizamos la zona de la chimenea a pesar de no haber más luz que la del fuego. Pasamos por en interior de un barril que separa las dos zonas y allí nos quedamos rodeando las llamas.
Y para hacer entrar en calor a las cocineras sobre las 7 le pedimos anticipadamente la cena.
La cena consistió en unas tapitas de revuelto de setas, croquetas, calamares con timón y todo, y por último cinco cazuelas de callos.
La estancia estaba caldeada por una estufa de gas en forma de farola. El combustible debía ser gas de la risa. Cada tontería que alguien mencionaba se convertía en un estruendo de risas. Los comentarios siempre tenían un doble sentido que era inevitable explotar con la risa. No recuerdo bien el tema, pero tenía algo que ver con un pilón.
Durante el regreso, el conductor novel y los demás continuaron las risas. Incluso consiguieron arrancar alguna risa al asustado copiloto.
Aburiño…
Desde lugar de los hechos se lo ha contado como lo ha visto Miguel Carbó.
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