Soutomaior – Fornelos de
Montes - 23/11/2019
El punto de
encuentro era un lugar llamado Casa del Pueblo en Val do Sobral, era un recinto
de festejos en medio de un bosquecillo, al que pocos lugareños conocían por ese
nombre. Los atentos congostreños que conocían el lugar, esperaban a los demás
para orientarlos, pero no encontraron a quién orientar y fueron los últimos en
llegar, tarde. “No espero por nadie más”
decía uno ofendido. Cómo que era el último y ya no había por quién esperar.
¡También puede que se refiriese a siempre jamás!
Conseguimos
salir sobre las diez, los dieciséis participantes de la aventura. El paisaje se
mostraba húmedo, a lo lejos se podían ver pequeños copos de nueves posados
sobre el valle mientras sobresalían las montañas.
Lo primero que
visitamos fue el Puente Colgante de Soutomaior. Se trataba de unas tablas de un
metro, situadas una delante de la otra encajadas en una estructura de hierro y
sujeta por cables anclados a unas torres de hormigón que se erigían a los lados
del Río Oitavén. La elasticidad de la
estructura era garantía de fortaleza, y de los sustos y miedos de los que lo
pisaban.
Cruzamos el
puente, unos con más gracia, otros con más tensión. No faltaron las poses y las
fotos. Una vez al otro lado, recorrimos unos metros por la orilla para darnos
cuenta de que la playa fluvial, se la había tragado la crecida. Volvemos al
punto de partida para comenzar el recorrido real.
Mientras
caminábamos ocupando todo el asfalto, unos ciclistas se acercaban por atrás.
Alguien gritó “bicis”, nadie se movió. El atropello era inminente, el segundo
grito fue más alto: “paso”. El viento distorsionó el grito que llegó a los
oídos de los sorprendidos caminantes como “Paco”, así que con el reflejo del
susto, mientras se apartaban, gritaban “Paco”, como si se tratase de animar al
líder de la carrera.
Los ciclistas,
que no sabían quién era Paco, también lo gritaban. No sé si fue la gracia o el
despiste que traían, que se cruzaron con el grupo al menos tres veces entre
idas y venidas por distintos caminos. A cada pasada, todos gritaban “Paco”.
Nos dirigimos
a Aranza por unos caminos solo transitados por el ganado y sus pastores, su
estado oscilaba entre el cemento y el fango. Alguno saltaba en un intento de no
manchar las botas, pero terminaban por rendirse a la evidencia.
Uno de estos
caminos mostraba unos verdes prados y en dos de ellos acotados por muros de
piedras en extraordinario equilibrio, estaban dos rebaños de ovejas. Desde
nuestra posición elevada, podía oírse el murmullo de una discusión “que si la
listilla de tu oveja se metió en mi prado y se comió cuatro hierbas… pues
vigila las tuyas que el otro día entraron en mi prado y…” o también podrían
estar debatiendo las últimas aventuras del Sálvame. Podría ser.
Mientras los
últimos intentaban afinar el oído para determinar la discusión de las pastoras,
los primeros se atascaban en un paso con vegetación enrarecida. Claro, el de
las tijeras de podar se relajó y así pasa lo que pasa.
Subiendo por
una empinada carretera asfaltada, nos encontramos con una vecina que cuidaba su
finca y se acercó al muro al ver un rebaño atípico por esos lugares. Entabló
conversación con unos del rebaño que elogiaban las privilegiadas vistas de la
finca. Pocos metros más arriba estaba una caseta que era parte del entramado
fluvial que recorreremos a partir de aquí. Parece ser que se trata de la traída
de aguas a Vigo.Es como un
enorme gusano verde de metro y medio de diámetro que recorre toda la ladera del
valle del Oitavén.
Recorremos
unos metros al lado del bicho y nos alejamos subiendo mientras contemplábamos a
la luz del reluciente sol, como transcurría el río, sus meandros y pequeños
rápidos. Aprovechamos una zona soleada para tomarnos el plátano. Era una zona
húmeda y había carreras para buscar una piedra seca donde sentarse.
Subimos hasta una
planicie con monte bajo, de la que salimos por un camino de crecida hierba en un
habitat idóneo para el cultivo de arroz, todo agua.
Sobre las doce
y media, se pone a llover y nos pilla casi desprevenidos, a toda prisa hubo que
echar mano de los paraguas de emergencia que todo buen senderista lleva en la
mochila.
Diez minutos
más tarde, llegamos, ya sin lluvia, a un pequeño pueblecito muy ornamentado con
vegetación. Había en una finca, un enorme magnolio que despertaba interés. Se
preguntaban cómo un árbol tan grande puede adornar tan poco. Craso error, este
árbol puede crecer hasta diez metros, y su copa es muy ancha, pero, ¿sabías que
hay muchas variedades? Todas ellas tienen unas flores diferentes y realmente
decorativas, claro que hay que verlo en la época de floración.
Ahora los
caminos se tornan difíciles de transitar, están repletos de agua, la tierra que
está arrimada a los muros es una pequeña esperanza de no mojarse. Hay que
mantener el equilibrio con una mano el bastón y la otra sujetarse a las piedras
del muro. Si alguna cede…
Conseguimos
llegar a un lugar con fincas cercadas con muros de piedras. En una había un
rebaño de ovejas, que al vernos comenzaron a saltar el muro y desaparecer de
nuestra vista, como cuando cuentas ovejitas para dormir, pero este era un mal
sueño, para ellas que huían atormentadas. (Sonaría en su cabeza: “hoy no lo
cuento” en vez de la publicidad de somníferos “hoy me cuentan”.
El camino
estaba imposible, así que tomamos la decisión de cruzar por el interior de una
finca. Estaba horadada de intervenciones de los jabalís en un intento de
encontrar alimento. Entramos saltando el muro en su parte más fácil, rodeamos
la finca y salimos por una improvisada cancilla construida de palos mal atados
con una tela metálica. Una vez fuera, los más hábiles reconstruyeron la
cancilla dejándola con una versión diferente pero igual de impenetrable para
los jabalís.
Aun no nos habíamos
separado de la finca unos diez metros, cuando vimos un lugareño de mediana edad,
enfundado en unas katiuskas verdes, pantalón de chándal y jersey de lana a
juego con las botas. Tenía interés por saber cómo habíamos llegado hasta aquí.
Nos explicaba que por esa zona no había ningún sendero, que solo era de paso para
las fincas, que su finca ya estaba horadada por los jabalís y que el paso
de botas restaba valor al terreno, me
pareció entender. Un congostreño, en un intento de calmar las tensiones, le
comentó que no se preocupase, que nos habíamos sacudido las botas antes de
salir, por si era miedo a que le desapareciese en terreno por contrabando de
tierra pegada a las botas. Nunca se sabe, son muchas botas y miguita a miguita,
te montas un jardín en tu casa con tierra ajena.
Al ver que
éramos de fiar, respetuosos con el medio ambiente y sobre todo le gustó el
nuevo aspecto de la cancilla nos acompañó en la subida. El congostreño más
veterano y con más don de gentes, vino hablando con él en buen tono,
consiguiendo que nos recomendase nuevas alternativas para el paso por la zona.
Siguiendo un
sendero casi desaparecido, nos llevó a la Presa de Eiras, que regula el agua
del Río Verdugo y la Ría de Vigo. Estaba, la presa, en el nivel más alto, y
desprendía agua a borbotones. Vimos la
obra desde arriba y nos hicimos la foto de grupo. Un ciclista (que no era del
grupo de Paco) pasaba por allí y se prestó a ello, bajamos para contemplar la
obra desde abajo. No nos acercamos mucho, porque el chorro desprendía un vapor
de agua que hacía difícil su aproximación.
Volvemos al
sendero del gusano gordo. Ya eran las dos de la tarde y el solcito invitaba a
tomarnos el bocadillo. Cada uno se buscó un lugar al sol, unos a los pies del
gusano, otros con los pies colgando sentados en la orilla del camino. No había
podido venir la chica más dulce, pero nos quedamos con la calentita pócima del
druida.
Seguimos por
el sendero de la traída de agua hasta al final. En el camino nos encontramos,
bajo la lluvia, una yegua y su potro ya de gran tamaño.
Dejamos la
traída y descendemos por una carretera asfaltada donde se observaba como brotes
de eucaliptos se recuperaban del último incendio.
En una finca,
encontramos un pony con una cría tamaño llavero. Un congostreño con dotes de
ilusionista, propuso que alguien les diese una manzana a los mini caballos. ¡Voilá!,
en la finca siguiente aparecieron dos corceles de imponente figura con casi dos
metros de alto. “Veis lo que hace el poder de la manzana”, dice el ilusionista.
Bajamos por
unas comprometidas cuestas de cemento reverdecido con musgo húmedo y bajamos por un sendero con las mismas
características para llegar a un lugar dónde hubo unas pozas, que ahora se sustituyó por un fuerte torrente. Ya que
estábamos allí, cada uno se llevó unas cuantas fotos del lugar.
Sobre las
cinco de la tarde, llegamos a los coches.
Las cañas las tomamos en un bar muy particular, tanto como el patio de mi casa. Se trata de una casa de piedra, a la que se ha rehabilitado el bajo. Estaba cerrado al público, pero con la negociación de un congostreño que era vecino desde hacía poco tiempo, se abría para nosotros. Carecía de mobiliario al uso, el habitáculo constaba de un palco de tablas con unos tambores sobre él. Los congostreños fueron ordenándose partiendo del palco y arrimados contra el muro. Cada uno fue trayendo dónde sentarse del habitáculo anterior.Al igual que los taburetes, había que tomar las cervezas con un autoservicio. Mientras nos autodespachábamos, el propietario encendía una estufa de leña para calentar un poco el local. También nos preparó unas lonchas de rico chorizo y unas tiras de pan. Como mesa, tomaron un cajón del palco y sobre él puso una cesta con pan y el plato con chorizo. Algunos pensamos que tocarían música y bailaríamos alrededor del cajón y al parar, cada uno tomaría una loncha. No fue así, solo los menos vergonzosos saborearon el chorizo. Una congostreña tomó una pequeña fuente de barro con patatillas y fue uno por uno ofreciendo. Como para las limosnas en misa, pero dando en vez de pidiendo. El vino, riquísimo.
Las cañas las tomamos en un bar muy particular, tanto como el patio de mi casa. Se trata de una casa de piedra, a la que se ha rehabilitado el bajo. Estaba cerrado al público, pero con la negociación de un congostreño que era vecino desde hacía poco tiempo, se abría para nosotros. Carecía de mobiliario al uso, el habitáculo constaba de un palco de tablas con unos tambores sobre él. Los congostreños fueron ordenándose partiendo del palco y arrimados contra el muro. Cada uno fue trayendo dónde sentarse del habitáculo anterior.Al igual que los taburetes, había que tomar las cervezas con un autoservicio. Mientras nos autodespachábamos, el propietario encendía una estufa de leña para calentar un poco el local. También nos preparó unas lonchas de rico chorizo y unas tiras de pan. Como mesa, tomaron un cajón del palco y sobre él puso una cesta con pan y el plato con chorizo. Algunos pensamos que tocarían música y bailaríamos alrededor del cajón y al parar, cada uno tomaría una loncha. No fue así, solo los menos vergonzosos saborearon el chorizo. Una congostreña tomó una pequeña fuente de barro con patatillas y fue uno por uno ofreciendo. Como para las limosnas en misa, pero dando en vez de pidiendo. El vino, riquísimo.
La decoración del local, aún tenía adornos de
un reciente Halloween, también conocido como Noche de Brujas. A la salida, un
gracioso se situó dentro de una caja alargada, negra por fuera y roja por
dentro, haciéndose pasar por Drácula. No era creíble, pero le hicieron fotos
para las risas.
A la salida,
ya no era auto servicio, el respetuoso dueño, se brindó a cobrarnos a cada uno
la consumición, ¡que majo!
No queda
tiempo para despedidas, llueve a chuzos y hay que correr hacia los coches y …cada
mochuelo a su olivo.
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