CRÓNICA PATEADA 125

Muiños-Covelo


Una vez reunidos en el Almas Perdidas, realizamos recuento y sopesamos la posibilidad de variar el lugar donde pisar las próximas horas. El guía estaba averiado, y el sustituto presentó una moción de cambio que fue secundada. Nos fuimos a la tierra de la infancia del nuevo guía, que también tiene molino.

Llegamos a Covelo sin dificultad, solo necesitamos una parada para reagrupar los coches cuando el camino presentaba alguna posibilidad de desviación indeseada. Acicalados y sazonados al gusto, despegamos diecinueve congostreñ@s entre los que había dos nuevas adquisiciones.

El día se presentaba bochornoso. El calor y la humedad cansaban nuestros pasos. La gente se sentía perezosa a los pocos metros de salir. La primera parada se realiza bajo el techo de una fuente-lavadero del pueblo, donde se hace acopio de agua fresca y se sientan los más desganados. L@s que realizaron este recorrido la vez anterior recordaban que éste era el lugar donde se había quedado una sesionada en espera de su rescate.

El primer edificio emblemático de la zona era una pequeña capillita donde se celebraban encuentros religiosos. El guía nos ofreció parte de sus recuerdos de infancia con respecto al santo edificio. Aprovechamos su fachada para retratar al grupo completo y ofrecerlo a los rescatadores en caso de algún extravío. Desde aquí nos desplazamos pocos metros hasta lo algo de una montaña pelada, donde destacaba una cruz de piedra. Desde lo algo de esta montañita, pudimos ver con claridad todos los alrededores. También en esta ocasión hubo ilustración por parte del guía.

Salimos del encantador pueblecito por un camino que, en la infancia del guía, era de tierra y piedras. Todos los animalitos daban señales de conocer a nuestro intrépido guía: Los perros ladraban intensamente; unas vacas mugían y hacían sonar su cencerro, otras simplemente lo observaban con indiferencia, como si arrastraran alguna rencilla infantil que aun le tenían en cuenta; las ovejas se alejaban de su presencia, pero las cabras en cambio, acudían a su encuentro erguidas con sus campanitas al cuello.

Después de una pequeña subida torrados al sol, llegamos hasta un molino impulsado por agua que hacía función, en sus tiempos, de aserradero, conocido como “Aserradoiro dos Carranos”. Nos contaron los dueños, que casualmente pasaban por allí, que era un artilugio único en el lugar, utilizan la fuerza hidráulica y la experiencia de los molinos de harina. Aumentando las dimensiones del aspa conseguían más fuerza para mover las sierras. Se dedicaban a todas las fases de la elaboración de carros de madera: cortar, moldear, encajar y fijar cada pieza. Se trabajaba por encargo. Los típicos carros de bueyes eran muy demandados en el apogeo de la agricultura gallega.

Continuamos alternando sol y sombra, tierra y asfalto. En una zona húmeda, a las orillas de un rio, sentimos un grito de la congostreña encargada de los sustos. Había divisado unos seres diminutos que saltaban escapando de la algarabía que siempre nos persigue. Las ranitas acaban de salir de su fase de renacuajo. Estrenaban piernas y las estaban estimulando con los saltitos. El hecho tuvo cierta relevancia, pues se agruparon muchas cabezas para observar el fenómeno. Ellas pensarían: ¿si les damos un besito ahora que podemos, se convertirían en príncipes?; ellos: ¿estarán tan ricas, las ancas como dicen?

Nos dirigimos al lugar del almuerzo. Por el camino nos encontramos con varios puentes romanos, que a pesar del tiempo, se mantienen robustos y en activo. Unos cuantos decidieron quedarse debajo de uno para comer y echarse un refrescante bañito antes. Los demás decidimos esforzarnos un poquito para disfrutar de otros placeres. Llegamos la casa rural Rectoral de Fofe, donde nos zampamos nuestro bocata de súper pollo, los que lo teníamos, otros su “taper” con arroz cuatro estaciones, entre otros manjares, pero nadie perdonó la bebida fresquita, la sombra y la brisita fresca. (Gente muy maja la de la Rectoral)

Por el camino hacia el río, pisamos más asfalto de lo deseado, en su defensa, el guía decía que aquél camino antes era un camino de cabras. No se equivocaba. A la llegada a la playa fluvial del Rio Tea, aunque tenía más de fluvial que de playa, ocurrieron dos sucesos dignos de mención:

1.- Nos encontramos con una congostreña tránsfuga que al sabernos por tierras de Fornelos, visitando los 36 molinos que bajan en forma de cascada por la sierra, cerca de La Guardia, decidió ir en sentido contrario para disfrutar de la paz del remanso de la zona en compañía de gente más tranquila. Al ver caras conocidas, no sabiendo cómo reaccionar, sintió el impulsa de salirnos al paso y mostrar su alegría. Algun@s recibieron besitos los demás nos dimos por besados. Éramos muchos y sólo le quedaban unos cuantos besitos para sus niños.

2.- Un rebaño de cabras lideradas por un macho de melena de color negro, pacía tranquila por el árido monte. Al oírnos llegar, una cabra levantó, apática, la cabeza para ver más gente llegar a la playa. De repente, sus cejas se levantaron, sus ojos se abrieron desorbitadamente, su boca se abre y de ella sale un imprevisto “beee”. Todas las demás cabras levantan la cabeza para comprobar si el “beee” era cierto. Sí, era cierto, habían reconocido a nuestro guía. A pesar de los años. El moreno macho ni se inmutó, pero el rebaño de cabras se precipitó a su encuentro. Él, rodeado los ungulados animales, busca con la mirada a los incrédulos. Con miradas alternativas a los incrédulos y a las cabras, acompañado de gestos con los brazos, parecía querer decir: ¿Qué, era un camino de cabras o no? No había duda, aún lo era a pesar del asfalto. Cuando nos fuimos algunas cabras se despidieron de él con un “bee”. El macho le mantenía la mirada sin decir nada, como si esperase una provocación.

Se acabó la parte fácil del recorrido. Nos esperan ahora unos cuatro kilómetros de árido camino por la ladera de una pelada montaña. El sol, que se mantenía aun muy alto, proyectaba tímidas sombras en los jóvenes eucaliptos de menos de dos metros. El camino estaba deformado por los vehículos que explotaban la madera del monte. El trasiego de vehículos conseguía un manto de polvo de varios centímetros a lo largo de todo el sendero. Nuestras botas se mimetizaban con el camino perdiendo su identidad. Polvo y más polvo. Si una empresa de limpieza, realizase una entrevista de trabajo en este entorno, el 90% de los solicitantes huirían montaña abajo. El grupo de caminantes estaba disperso. El polvo se respiraba en el ambiente literalmente. Hubo que realizar varias paradas de reagrupamiento para dar ánimos a los más rezagados y refrescar la garganta.

Por fin llegamos a Redondo. Desde aquí visitamos unos edificios religiosos que aunque estaban en buen estado, no pudimos visitar su interior.

Volvemos al río. Nos cuenta el guía, que le asaltan recuerdos de su infancia, donde su abuela lo llevaba en brazos mientras cruzaba el río a través de un puente creado por grandes piedras afiladas en un extremo y dispuestas a corta distancia entre ellas a todo el ancho del río. Observamos que aún se mantienen y que están desgastadas por el paso de los caminantes. Es en este lugar, donde el guía da permiso para que l@s más caluros@s se bañen. Los demás esperan comentando cositas. Sale un grito del lugar del baño. Estando el intrépido y reciente congostreño en el lugar, no me siento capaz de imaginar lo ocurrido.

Se nos viene la noche encima. Una nueva escapada va escalonando la llegada de los caminantes a los coches. Llegamos con los últimos rayos de luz.

Una vez reunidos, estiramientos, empaquetado y a casita.

Miguel Carbó

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