CRÓNICA PATEADA 130

Serra do Suído – (Barcia de Mera)


Salimos rigurosamente puntuales a las nueve, a juzgar por alguna crítica que se oía de congostreñas tardonas. Trece vehículos en comitiva llegaron al centro de Mondariz. Los vecinos se preguntaban unos a otros que pasaría, que había tanta gente de fuera (un entierro o una boda, resolvían convencidos). Una vez arrejuntados salimos hacia el destino, un alto de la montaña repleto de molinos.

¡Qué viento frío hace aquí! decían algunas. Otros, con lógica aplastante, concluían que por alguna razón habían escogido aquel lugar para colocar los molinos.

Pertrechados con las mochilas y bien abrigados, sale Alí Babá y los cuarenta peteadores. En total cuarenta y uno bajando por un sendero pedregoso. Salimos con el punto de destino en el horizonte, el camino a seguir tiene menos importancia. Caminamos siguiendo cada sendero que va en la dirección correcta, si se desvía tomamos el del jabalí. En estas ocasiones dos congostreñ@s realizaban labores de avanzadilla. El grupo avanzaba en la dirección de la avanzadilla con éxito. Con esta estrategia, fuimos disfrutando de grandes paisajes y de las virtudes que los tojos realizan sobre la activación del riego sanguíneo.

Tan ameno era el caminar que permitía enfrascarse en conversaciones de grupo y conceder relativa importancia a la visión del grupo anterior. Los más adelantados y los más entretenidos formaron columnas distintas. Cada una tomó una ruta de un jabalí diferente, pero igual de adornado de tojos de distintas alturas y dureza infranqueable. El segundo camino hizo incluso dudar de las virtudes medicinales de las plantas de pinchos. La comunicación entre “mosca cojonera” y “maricón de playa” a través de walkie talkies hicieron notar la ruptura de la fila. Un pateante generoso y preocupado fue al encuentro de la segunda fila para incorporarla otra vez en el buen camino.

Durante el recorrido pasamos por prados (Brañas, en galego, lugar de pastoreo en verano ) con casitas de pastores construidas con piedra orientadas al sur para evitar el frío. También visitamos unos cerrados con piedra en lo alto de unas montañas. Curralas las llamaban. Se utilizan en el verano para agrupar el ganado y airearlos evitando sofocante calor del sol. Cada evento era amenizado con la pertinente y amena explicación del guía que sólo los más adelantados recibían.

En una de las casitas pastorales, nos dio la hora de la comida. Era una ladera orientada al sur, que aprovechaba los tímidos rayos de sol y calentaba nuestros cuerpos. Con autorización del guía tomamos de la mochila los bocatas y dimos cuenta de ellos. El guía nos sorprende con una botella de un rico elixir aguardentoso que pastores o cazadores habían guardado en la cabaña con intención de calentarse sin necesidad de fuego. La congostreña con fama ganada, ofrece licor café, que dicho sea de paso, le sale riquísimo.

Con la excusa de que se necesitaba alcohol para la digestión, incluso las no bebedoras le pusieron buena cara a los licores. Mantenían, sin embargo, que este hecho no era la causa de su torpeza con las raíces del camino.

Con el estómago lleno y calentados por el sol volvemos al camino. Bajamos una ladera recién desbrozada otra vez con el destino en el horizonte. Quiso el destino que un sendero coincidiese en el mismo sentido de nuestra marcha. Nos unimos a él. El alcohol comienza a fermentar en el estómago.

Pasados unos trescientos o cuatrocientos metros de un cruce, la gracia y el garbo del guía quisieron poner a prueba la resistencia del grupo. En un momento dado dice: ¡Parad! Que nos hemos confundido de camino. Dijo “nos hemos” a propósito para hacernos partícipes de la aventura. Retrocedemos con la misma alegría que llevábamos y seguimos con la buena marcha y la charla del compañero/a. Bajamos por el cruce con alegría, pero al llegar al siguiente cruce pasados medio kilómetro, el guía notó que no había hecho el efecto esperado en el grupo, por lo que decidió repetir el experimento. ¡Parad! Dijo de nuevo, que nos hemos vuelto a confundir de camino. Ahora sí, se escuchó un velado ¡Ooohhh! Había logrado captar la atención del grupo en el camino. Pero no era suficiente, tenía en mente un número teatral que le salió a la perfección: consistía en sacar el móvil y fingir que pedía confirmación a alguien (que nos dejó en el anonimato). Algunos compañeros acostumbrados al póquer, vieron su juego y comentaron que no había cobertura para que tal escena fuese creíble.

Pasado el susto, la continuación se llevó a cabo por las laderas de un río considerado por agentes forestales como “La joya de la corona”. Largo y tendido habló el guía de los ecosistemas que este río proporcionaba. Éramos demasiados para apreciarlo en su totalidad, tanto es así que alguno estuvo tentado de hurgar en el río al estilo de la fiebre del oro americana, a ver si encontraba alguna joyita para hacerse un collar o una sortija.

También vivía en las laderas de este río, un helecho que en la era cuaternaria era un brote. Se había salvado de ser devorado por algún enorme dinosaurio herbívoro por su timidez a salir al mundo. Mantenía el guía, que era una especie protegida. Volvíamos a ser muchos y sus palabras no llegaban con claridad a todos. La mayoría veía un indefenso helecho colgado de una ladera. No se veía por ninguna parte un guardia jurado, ni tan siquiera una mísera valla de protección.

Coincidían muchos, sin embargo, que la última parte de la pateada era de una gran belleza a pesar de carecer de tojos. Tenían para compensar, zarzas con unos estupendos pinchos y ortigas, con los mismos efectos sobre el cuerpo humano.

Con la visión de los primeros coches en el horizonte, y acostumbrados a la ruta sin senderos, iban saliendo de los márgenes del rio hacia la carretera como soldados en Vietnam preparados para tomar un objetivo, cada uno tomando su propio camino, pero con un punto final común.

Una vez “medio terminada la pateada”, queda la parte menos grata: acercarse al pueblo, buscar un bar para tomar unas cervezas en espera de los conductores que van a recoger los coches restantes. Hubo que subir un kilómetro con unas cuestecitas que dejaban sin aliento al mejor alpinista.

Una vez en Barcia de Mera, teníamos una consigna: parar en un local tienda-bar que trataba muy bien al guía y acompañantes cuando coincidía que trabajaban por la zona. Cuatro o cinco “pringaos” escucharon y siguieron las recomendaciones. El resto del grupo disfrutó de unas cervezas adornadas con tapas de callos, chorizos y otros manjares en el bar de enfrente. Los más obedientes se conformaron con una bolsa de patatillas compradas, unos dátiles que no consiguieron acabar en las navidades y unos frutos secos que alguien sacó de la mochila.

El frío comenzaba a hacerse sentir en la terraza. La llegada de los conductores se recibe con alegría, pero algunos echan en falta el vehículo donde deberían regresar.

Una integrante con prisa, se había prestado voluntaria para acercar a los conductores, pero regresaría directamente a Vigo. La falta de comunicación hizo que un coche siguiese fielmente a otro. Cuando la fila se rompe para dirigirse a Vigo, fue seguido por dos despistados hasta Mondariz. Hubo que reubicar la carga.

El hambre se hace sentir y se forman opiniones de donde se puede comer algo. Unas deciden tomar algo cerca, otros quieren probar un furancho fantasma en Cabral.

Los del furancho esperamos que los de los tapeos tuviesen más suerte. Con las señas dadas, conseguimos bajar el pilón, pero encontramos un local enorme con un enorme rótulo de CHURRASQUERÍA que no tenía ni queso para cuatro. La camarera cubana nos aconseja cambiar de local si queremos comer. Se nos enfrían los huesos y se nos agota la paciencia. Nos piramos para casa con el estómago vacío.

La experiencia es muy grata, la cena no tanto.


Desde el lugar de los hechos os lo cuenta, según lo ha visto y sentido, para todos aquellos que les pueda interesar, y pidiendo disculpas si alguién se siente ofendido, nuestro gran pateador Miguel Carbó.

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