CRÓNICA PATEADA 134


Serra D'Arga. Portugal

Cacho madrugón para ser un sábado. Nos plantamos veintiún congostreñ@s en el Almas Perdidas a las 8:30. Tan perdidas estaban las almas, que el local estaba cerrado. No fuimos puntuales a la hora de salir, pero conseguimos llegar todos puntualmente a “Arga de Baixo”. Allí nos esperaban unos centenarios robles en un recinto que parecía ser aprovechado para fiestas locales. Lugar perfecto para dejar los coches y como centro de partida.
La lluvia amenazaba tímida. Los más avispados habían consultado la meteorología del lugar con las siguientes predicciones: lluvias matinales, aguacero al medio día y lluvias por la tarde. Esta perspectiva hizo que la gente se aprovisionase de ropas de aguas, incluso algunos temerosos, portaban paraguas, e incluso diría más, alguno tenía todas las ballenas intactas.

Embutidos en las armaduras contra la lluvia, frío viento y marea, cruzamos “Arga de Baixo” en dirección a “Arga de Cima”, pasando, como podréis deducir, por “Arga do Meio”. Lo primero que llamó la atención del grupo y que motivó una parada y reflexión fue un santuario extraordinariamente cuidado. Buenos son los portugueses para sus santos. Una vez curioseado y atendido a las observaciones del guía, continuamos el camino perfectamente empedrado para toparnos con unos originales “espigueiros” que creo que es así como llaman a los hórreos en la zona. La curiosidad residía en que todas las láminas eran de piedra.

La lluvia aprovechó que estábamos preparados, para dejar de ser una amenaza y materializarse durante un buen rato. Otra curiosidad reseñable apareció en Gandara de “Arga do Meio”, una fachada con labrados en una ventana de una especie de torre que se posaba en un muro de piedras viejas. Sólo la consigues apreciar si vas de último y ves todas las cabezas viendo para ese mismo punto mientras murmuran elogios.

Pasados unos kilómetros por senderos entre las muchísimas piedras que conforman el lugar, nos encontramos con otra maravilla arquitectónica y funcional: un gran molino, no por su tamaño, sino por su estado de conservación a pesar del tiempo transcurrido. No adivinaríais nunca de que estaba construido. Una pista: piedra. Únicamente soportaba el peso de las láminas que ejercían de tejas, una endeble estaca de sabe Dios de que madera con más agujeros que un queso gruyere pero que se mantenía firme como estaca que era.

Otra de las incógnitas del grupo era una simple roca a las afueras de “Arga de Cima”. Unos decían que se parecía a la cabeza de una tortuga, otros a la de una serpiente, pero lo más parecido, según mi punto de vista, era a Fújur el dragón blanco de la suerte de la película La Historia Interminable.
La lluvia nos dio varios respiros a lo largo del camino, eso sí, ayudada por el viento, dieron la excusa a algunos para reponer los paraguas. En uno de los claros, nos dio la hora del tentempié, que lo hicimos rapidito y al abrigo del viento proporcionado por unas grandes rocas en uno de los pocos tramos sin cuesta.

Los kilómetros van pasando entre rocas que sobresalen de un gran alfombrado de flores de tojo de color amarillo. Por fin toca subir. Se ve en la cima de un monte pedregoso, una torre a la que tenemos que llegar. Como ocurre con el horizonte, por mucho que andes, el destino se va alejando. ¡Qué cerca parecía y que lejos estaba! El esfuerzo es mayor si el horizonte se encuentra en una montaña con un camino empedrado y mojado. Cada uno subió a su ritmo. Tres fanáticos tomaron la delantera y aceleraron el paso. El cansancio se hace notar y el ritmo aminora. Cuando faltan pocos metros, asoma una figura que se carcajea de la desaceleración del ritmo “ijejejejee”. El amor propio de los pateantes se siente herido y se retoma el ritmo hasta encontrarse con el ofensor. Resultó ser un caballito que relinchaba avisando a los demás del peligro de nuevos visitantes.
En la cima nos encontramos con un “zimbório” o parte más alta desde donde se divisaba todo los alrededores con un punto geodésico en el techo, aunque estaba cerrado y no se podía disfrutar de las vistas. Otros edificios en pésimo estado eran “a casa de banho” y la “casa da cofradía”, por el contrario el santuario estaba en perfecto estado de conservación.
La lluvia estaba en su segunda fase “aguacero”, suponemos que había un error de tipografía y se refería a agua: cero, es decir ausencia de lluvias, pero disfrutamos de un fuerte viento necesario para secar nuestras mojadas ropas. Protegidos del viento en una ladera del santuario, es donde tomamos los reconstituyentes corporales. El señor cura llegó tarde y no pudimos reconstituirnos espiritualmente. La fuerte pendiente y el vehículo de pequeña cilindrada utilizado no le permitieron llegar a tiempo.
Quizás fuese el viento que soplaba fuerte de lo que justifique el gran ritmo imprimido después de comer. La cuesta descendente también ayudaba. El camino se alternaba entre zonas húmedas y llenas de hierba con suelos alfombrados con piedras sueltas que dificultaba el paso.
Fue en uno de estos caminos de descenso donde a un congostreño se le ocurrió ensayar un paso de baile de tango que resultó con escaso acierto. Después del segundo paso, se encontró acostado sobre su propia mochila y un coro de curiosos que quería ver como hacía break dance. Como el suelo elegido no era adecuado para esta disciplina, decidió dejarlo para mejor ocasión. Una raspadura del moreno de una pierna fue el único premio que consiguió, ni siquiera un aplauso. Acabado el descenso, nos tomamos un descansito sentados en las ladera de un puente de la carretera.
Pasando por el monte de los fascistas, conocido así por ser repoblado en tiempos del fascismo portugués, llegamos al “Mosteiro de São João D’Arga com uns 10 séculos”. A pesar del tiempo se conserva muy bien. En su patio de hierba tomamos unos minutos de descanso y avituallamiento. Choca a la salida, como convive la sobriedad de la piedra con la que está construido, con una cancilla de cierre automático elaborado por un muelle de hierro templado que obliga a cerrar y evitar la entrada a los animales de cuatro y dos piernas.
Descendemos por caminos estrechos cargados de humedad, la lluvia nos había dejado hacía algún tiempo, pero los regatos bajaban cargaditos. Durante el trayecto, nos encontramos otro tipo de cancilla mucho más modesta, pero no por ello menos moderna. Estaba construida por varas de eucaliptos jóvenes, atados con cordeles y la propia piel del eucalipto. La innovación estaba en una goma elástica de un neumático que permitía abrir a voluntad y cerrarse automáticamente.
Todo lo bueno acaba pronto. Volvemos a subir. Una vaca y su retoño nos ven con ojos incrédulos. “Dicen que no están locos, que saben lo que quieren”, pero la vaca lo duda. El becerrito se esconde detrás de su madre temeroso de lo que pudiera pasar.
Hubo otro intento de pasos de baile, pero esta vez era un despistado que estaba consultando el móvil, por si pasaba algo en el mundo y se lo estuviese perdiendo. Lo que se perdió fue un escalón que había y se lo comió todo entero. Esta vez el premio fue un siete en el pantalón y un ocho en el amor propio. Aun encima sin público.
Como no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo aguante, conseguimos completar el círculo y llegar al punto de salida con un marcador de veintiséis kilómetros y ochocientos metros. Tuvimos que redondearlo con doscientos metros hasta el bar del pueblo para los veintisiete. Varios pedimos cerveza “preta” sin alcohol pero ninguno la bebió. Preta sí, pero “com”. Nos repartimos los veintiuno en el pequeño local como pudimos. Dos congostreñas se quedaron fuera, desconozco si por falta de espacio o por necesidad de aire libre.
Una vez terminadas las existencias, toca despedida y cierre.

Miguel Carbó, desplazado en el lugar de los hechos, y que lo cuenta según lo vivió él.

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