CRÓNICA PATEADA 322

 UNA NOCHE DE INSOMNIO

Una de la madrugada. Mariano y Marta ya llevaban un buen rato acostados. Pero al
contrario que otras noches, no se oía ningún ronquido. Tan solo alguna ventosidad de Mariano
rasgaba el silencio de la noche, crispando la paciencia de Marta.
Él, inquieto, intranquilo, no paraba de dar vueltas en la cama. Cambiaba de postura
cada dos por tres. Ella, resignada, molesta, aguantaba con la paciencia que se alcanza tras
cincuenta años de matrimonio. Hasta que al fin, los menguados nervios de Marta acabaron por
estallar.
—Coño, Mariano. Estate quieto de una vez.
— ¿Estás despierta?
—Cómo no voy a estarlo. Si es que no paras. ¿Qué puñetas te pasa?
—Este calor no me deja dormir. Ya no sé qué hacer.
—Prueba con una ducha fría. Así templas el cuerpo.
—Ya me he duchado con agua fría. Desde que Putin cerró el gas…
—Deja la ventana abierta, así hace algo más de fresco.
—Eso no, que entran los mosquitos.
— ¿Has tomado la pastilla para dormir?
—Llevo quince años tomándola. Estoy tan acostumbrado que ya no me hace efecto.
— ¿Y si echamos un polvete?
—Estoy en una edad difícil… en plena pitopausia…
— ¡Patético, Mariano, patético! No me vales de nada.
—Ya hicimos cuatro hijos…
—Pues menos mal, porque si tuviésemos que hacerlos ahora…
Hubo unos minutos de tenso silencio. De miradas cargadas de reproches.
—Oye, Marta ¿Y si me cuentas alguna historia?
—Ya, claro. Porque mis historias son tan aburridas que te quedas dormido ¿verdad
cabronazo? Ya me lo decía la difunta de tu madre, el día que nos casamos: «te va a hacer falta
más paciencia que un santo».
—Venga mujer, esfuérzate un poco, que seguro que algo se te ocurre.

Marta miró fijamente al techo. Se frotó las sienes, como queriendo extraer algún
recuerdo lejano de su cabeza. De pronto, sus manos quedaron quietas. Sus ojos se agrandaron.
Una sonrisa se esbozaba en su rostro. Alguna idea había acudido a su mente.
—Ya sé, Mariano. ¿Te acuerdas de aquella ruta de Congostra de octubre de 2022?
—Pues… no sé…
—A ver. Si no recuerdo mal, fueron al monte Aloya, en Tuy. El punto de encuentro
había sido… el pabellón de la Macoca, o algo así se llamaba. Un sitio que visto desde fuera
parecía muy rimbombante, pero no abrían ni la cafetería.
—Ya les vale.
—Se fueron congregando todos, incluida una congostreña que llevaba tiempo sin
venir. Tenía ella mucho rollo, y como llevaba tiempo sin ir a rutas, soltaba todo el rollo que
llevaba dentro y no paraba.
»Empezaron puntuales, a las nuevo en puntito. Muy abrigados todos, todas y todes,
como dicen ahora los cursis. No llevarían ni quince minutos y ya se desabrigaban. Fuera
chaquetas, fuera forros polares, fuera todo. Eso les pasa por no hacer calentamiento, como los
futbolistas.
»Y unos cinco minutos después, paraguas abiertos. Una lluvia tenue, débil, pero que
no paraba. Sería peor si no fuese por el abrigo de los árboles. «Mexan por nos e dicimos que
chove», se le escapó a algún congostreño desmadrado.
»No encontraron referencia alguna de por dónde andaban aquellos doce coitados
hasta que llegaron a un cartelón que rezaba: «Ruta Castro de Alto de Cubos». Pues por ahí
mismo debían andar los doce apóstoles congostreños.
»Algunos kilómetros más adelante llegaron hasta unas cabañitas muy cucas que daban
la impresión de ser alojamientos forestales, o eso decía en algún cartelito. Pero ninguno se
alojó allí. Como tampoco servían cervezas, la congostrada siguió con su camino.
»Un poquito más adelante, no mucho más, la ruta se iba elevando. La pendiente era
cada vez mayor y ya empezaba a costar llevar el ritmo. Qué diferencia con la anterior ruta a
Corrubedo, llanita como la palma de la mano. En ese momento, caminaban al lado mismo de
una canalización de agua, una «levada», como se dice en galego. Aunque la levada esa non
levaba nada.
»Cuando llegaron al final de la interminable levada que no levaba nada, se
encontraron por fin con un mirador. La alegría de la congostrada era considerable. «Por fin
vamos a tener vistas, qué ilusión», decían algunos. Se arrimaron a la barandilla de piedra
situada en la parte más alta del mirador, y desde allí podía apreciarse que la espesa niebla no
dejaba ver un pimiento. Pero el subconsciente de los congostreños no parecía querer admitir
la realidad y se empeñaban en ver maravillas a través de la niebla. «¡Qué bien, se ve Portugal,
se ve Monçao, se ve Valença, el Miño, se ve…». Pero yo miraba y allí no había más que niebla.

—¿Pero qué carallo se fuman los congostreños?
—Vete tú a saber. Yo creo que se tomaron algunas de las setas que encontraban por el
camino, de esas que tienen propiedades alucinógenas, y así se explica lo del mirador.
»Siguieron caminando. Algún congostreño reconocía, muy a su pesar, cómo unos
muebles le habían salido rana: «Compré unos muebles en Portugal; muy chulos y muy bonitos.
Pero después de un tiempo, se me descoyuntaron y acabaron siendo leña».
»Tras este fracaso mobiliario, algún otro congostreño, socarrón, explicaba a los demás
lo malas que son las mujeres: «Le pregunté a una mujer «¿De qué murió tu primer marido? De
comer setas venenosas. ¿Y de qué murió tu segundo marido? De comer setas venenosas. ¿Y de
qué murió tu tercer marido? De un botellazo. ¿Y eso…? Por no querer comer setas venenosas.
—Ja, ja. Qué bueno. Esos congostreños tienen unas amistades… Ay la leche…
—Oye Mariano… eso que noto en las sábanas… ¿no te habrás meado en la cama?
—Esto… pues… bueno… es que con la risa… me pudo la emoción…
—¡La madre que te parió! Eres peor que un crio pequeño. A ti no se te puede contar
historias de rutas de Congostra.
—Bueno, es que esta te está quedando canela. Venga sigue contando. Y después ¿qué
pasó?
—Unos kilómetros más adelante, siempre rodeando el monte Aloya, una congostreña
se indignaba en una empinada cuesta, con el tema de la homosexualidad: «Lesbianas, que
haya todas las que quieran. Pero gays, ¡No! Coño, que me quitan mucho mercado…
»Otro congostreño, el mismo que tenía esas amistades con tendencias asesinas,
parecía muy poco solidario con el resto del grupo: «¿Falta mucho? Porque tengo que poner
una lavadora…».
»Y por fin, la parada del bocata. Al lado de la casa del guarda forestal. Muy buena casa,
eso sí. Pero no dejaban entrar. Y hasta los lavabos los tenía cerrados. Muy tacaño el guarda
forestal. Allí se desplegó de todo: latas de cerveza, empanada, bocatas de jamón. Hasta una
congostreña invitaba a chocolate. Eso sí es hospitalidad, y no el guarda forestal.
»Ya cerca de terminar la cuchipanda, un congostreño le dice a una congostreña:
«¿Quieres cerveza?». «No que me marea», responde la congostreña, muy delicada ella.
«También tú me mareas», replica el congostreño, con no sé qué intenciones.
»No veas cómo cuesta proseguir la ruta con la barriga llena. De eso sí que me acuerdo.
Te pesan las piernas, te pesa la barriga, siempre es cuesta arriba después del bocata.
—Deberían hacerse rutas que sean cuesta abajo después del bocata.
—Ya te digo. Pero la congostrada, muy resignada, siguió caminando. Qué remedio,
pues los coches estaban muy lejos todavía. El GPS del guía fallaba a intervalos. Hubo

momentos de ir hacia un lado, y de repente, cuando se restablecía el GPS, resulta que había
que ir hacia el lado contrario. La congostrada empezaba a mosquearse.
»Algo más adelante, se toparon con una parte del camino repleta de castañas.
Castañas y castañas. Castañas por todas partes. Castañas muy gordas y con muy buena pinta.
Octubre es un mes muy de castañas. Pero entre la congostrada, había roces por mor de las
castañas. «¡Qué castañas más buenas!», decía una congostreña. «No las cojas», respondía otro
congostreño, que quería quedárselas para sí. «Mira que son grandísimas», insistía la
congostreña inocentemente. «Pero el bicho que llevan es más grande», decía el congostreño
egoísta con las castañas. Terminada la recogida de castañas, el congostreño egoísta le decía a
la congostreña que más había recogido: «Puedes guardalas aquí, en el bolsillo de mi mochila;
así no te pesan». Me sospecho que tan poco le pesaron a la congostreña, que se quedó sin sus
castañas, o eso creo. Hay mucha maldad, Mariano.
»No tuvieron referencia de dónde estaban hasta que llegaron a un cartelón donde se
leía: «Roteiro dos Muiños de Tripes». Tenía al lado un mirador poco elevado sobre el terreno.
Tan poco elevado que solo daba vista (por llamarlo de alguna manera) a las fincas de los
vecinos.
—Pues vaya vista. Y para eso un mirador. Yo me parto. Bueno, mejor no, que ya me he
meado en la cama.
—El mirador de pacotilla ese tenía una barandilla con barrotes en forma de patas de
avestruz. Muy original el diseño.
»La lluvia, que había dado tregua desde la hora del bocata, volvía a aparecer. Otra vez
a ponerse las chaquetas. Otra vez a abrir los paraguas. Kilómetros después, los doce llegaban
al pueblo de Circos. La sed apretaba a algunos congostreños. No es de extrañar que, en cuanto
vieron una fuente, dos de ellos se fueron para allá entusiasmados. «¡No se puede beber!»,
advertía un vecino del pueblo. «Me cajo no mundo», se decían los dos congostreños sedientos.
»No mucho después, llegaban al Castro de alto dos Cubos. Ya cerca del final, de nuevo
un mirador al que había que subir. Dos congostreños, ya hasta las narices de tanta subida, no
estaban dispuestos a ir al mirador. «Venga, tenéis que venir a ver el mirador», les decía el
guía. «Acabamos de verlo», mentía uno de los dos congostreños, que tenía menos ganas de ir
al mirador que de meterse a cura. «É un mirador de ir e vir», decía uno de los congostreños
que había ido a verlo. «Ir para despóis volver é tontería», concluía un congostreño muy
pragmático.
»Y pocos kilómetros después por fin aparecieron los coches como por arte de magia.
Solo con ver los coches se siente uno más descansado de repente. Como la cafetería del
pabellón estaba cerrada, hubo que ir a una taberna de un pueblito más abajo. Allí casi no se
cabía. Y tenía la luz apagada, algo normal en estos tiempos que corren. Casi no se veían las
consumiciones que tomábamos. Un ratito después nos volvimos a casa. Y colorín, colorado,
esta ruta se ha acabado.
—No estuvo nada mal la ruta, ¿verdad Marta?

—Desde luego que no.
Tras unos minutos con las miradas perdidas y las caras sonrientes, Marta se levantó de
la cama.
—Venga, Mariano; aunque son ya las tres de la madrugada, te levantas y me ayudas a
cambiar las sábanas. Mira que haberte meado... Hace falta ser puerco.
—Oye Marta ¿Y si vamos a la próxima ruta de Congostra?
—Bueno… Por qué no…
—Con la de jovencitas que hay allí, seguro que algo pesco.
—¡La madre que te parió! Mira que eres golfo. Con que esas tenemos ¿eh? Pues yo me
enrollo con ese de la camiseta de camuflaje, que está bien bueno.
—Uy, uy…Marta, Marta… Tú y yo vamos a acabar muy mal.

1 comentario:

Montserrat dijo...

Muy original , Miguel. Siempre te superas